El baño


Juan de la Cabada

Año de 1931
Cinco perseguidos que ayer vinieron en la Marcha de Hambre y pasaron luego la helada noche tirados dentro de un vagón de carga, se despertaron hoy temprano y con los estómagos vacíos se fueron a bañar, porque sobre todo es insufrible la comezón de la piel escocida por parásitos.
A la orilla del canal en que se aplasta el agua negra donde lavan sus andrajos el pepenador del basurero y su mujer con su hijo a cuestas, los cinco se desnudan bajo los árboles inválidos y eligen soportar la mortificación de sentarse primero a matar liendres, desafiando, temblorosos, los cuchillos del viento que cortan la mañana. Llevan 24 horas sin comer. Por tanta miseria no han podido sentir desde hace mucho una ternura, una caricia de mujer. Son hombres. No poseen muda limpia, ni jabón.
¡Agua, vestidos! —ciudad capitalista— ¡lecho …! ¡sopa!
“En la mañana fregada anda una mole blanca como un piojo blanco y gordo.” “Es una fábrica.” “Pero el gran piojo no es la fábrica, sino que está sobre la fábrica.” “La fábrica somos nosotros y el gran piojo es el patrón …” -pensaron los cinco.
¡Y he ahí que!: por la ropa de uno corre a esconderse el gigante piojo rubio. ¡ Mañoso! Debe ser el padre de los piojos.
Péscase al fugitivo: entre las uñas ateridas revienta con un rocío vil de sangre y un chasquido que oyen todos.
* ¡Bah! Esta sangre era mi sangre.
-Idéntico el régimen. Nosotros somos la fábrica, pero sobre ella está el patrón.
* Lo que el capitalista tiene dentro es nuestra carne.
* Como el piojo.
-¡ Sólo que ese estallido no es ni la mil millonésima parte del que dará el piojo monstruo -el capital-cuando le pongamos todos la panza en nuestras uñas!
Mudos, continúan el registrar de sus harapos. Sobran las lenguas, pues las cinco cabezas son otros tantos cinematógrafos de imágenes y formas:
“Los piojos bailan, beben, ataviados de sedas y finos casimires. Cruzan uniformes, levitas, guantes, espadas, plumas, escritorios, libros, perfumes y sotanas; generales-comerciantesindustriales-terratenientes-gobernadores-juecesministros-diputados fachistas-líderes amarillos-senadores-banqueros-obispos …
“Están agarrados con las patas y la ponzoña sobre las tiendas, los almacenes, los edificios, las siembras, las semillas, la mina, la tierra y el ganado.
“Consumen lo mejor de la leche, de las frutas, de los dulces, de las carnes, de la lana. Se llevan el sol y el aire; los mares, los campos y la calle.
“Habitan palacios. Se apartan la música, el arte, los inventos. Los piojos se divierten y pasean, viajando en automóviles o en trasatlánticos veloces y aeroplanos.
“¡ El Estado!”
Suponen haber acabado con sus piojos. Se levantan y ráscanse desesperadamente, porque el escozor de los piojos perdura mucho tiempo. Y así, meten sus cuerpos multicolores en el agua del canal.
-¡ La pulmonía! Por el momento es menos mala la pulmonía que las liendres.
-Marcha de Hambre. Caminar bajo el calor, bajo la lluvia, con los pies ensangrentados, entre los peñascos y el lodo de las sierras. Venir yertos, agonizantes de fatiga, a exigir entonces el Seguro Social, a pedir pan …  y recibir golpes y cárcel. Lo de siempre. ¡ Lucha de clases! Organizaremos otra Marcha de Hambre más nutrida.
- Amigos, hermanos, madre, familia ausente . En la miseria.
- Los sables de la gendarmería sobre el lomo.
- Compañeros presos. El aislamiento con los camaradas de la ciudad desconocida. ¡ A buscarlos pronto! Directivas. Para la ayuda: comer, dormir, o el regreso. ¡ Libertad para nuestros presos! ¿Deberemos regresar?
Salen del baño: brincan y alíneanse de pie para escurrirse el agua con las palmas de las manos. Infinitamente desconsolados miran que tienen que volverse a poner las mismas ropas, y cada quien se dice para sí:

—Uno no ve más piojos y cree haber acabado con todos.
Algunos piojos se ocultan; quedan las liendres escondidas. Es la demagogia: prósperos porvenires de parásitos. A las liendres les conviene que sigamos con el mismo régimen burgués, la misma ropa sucia encasquetada.
Comienzan a vestirse. Al borde opuesto del canal pasa un soldado; en calzón blanco pasa un hombre descalzo, llevando a mecapal el cesto de legumbres a la espalda.

Tornan el intercambio de meditaciones entre las cinco mentes de los jóvenes:
“Piojos … Alhajas de los pobres!”
“Soldados, campesinos … ¡ Hermanos! Desnudez, opresión, hambre, ¡a luchar! A organizarse… todos juntos… para poder poner la panza del capitalismo en nuestras uñas.”
“¡Será de ver cómo revienta!”
“Por eso en casa echan esta ropa al agua hirviendo. Se quedan siempre liendres.”
“¡ Fachistas! Hay que acabar. ¡ Es también necesariamente urgente reventarlos!”
El primer rayo de sol escarba el agua negra del canal. La mujer del pepenador del basurero ha bañado a su hijo, y puesta en cuclillas, lo seca con una manga rota de overol. El silencio es terrible. Sólo la piel del niño se estremece de esa manera que hace la vaca, el caballo, para espantarse las moscas que les pican.
Con aquella enérgica austeridad de los verdaderos dolores que a simple vista protestan, en todo momento, a cualquier hora, ahí va la fila de los cinco proletarios que ayer vinieron en la Marcha de Hambre y lograron escapar de las garras policiacas. Se adivina, que bajo sus andrajos, igual a la del niño, la piel se les sacude, como la del caballo, la de la vaca, la de un animal cuando se asusta la inquisición de los insectos.

Pero es por el frío ahora únicamente.
Juan de la Cabada


Instrucciones para llorar

Instrucciones para llorar
Instrucciones para llorar

Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente.
Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca.

Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia dentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.

-Julio Cortázar

Es la sombra del agua

sabines

Es la sombra del agua
y el eco de un suspiro,
rastro de una mirada,
memoria de una ausencia,
desnudo de mujer detrás de un vidrio.

Está encerrada, muerta -dedo
del corazón, ella es tu anillo-,
distante del misterio,
fácil como un niño.

Gotas de luz llenaron
ojos vacíos,
y un cuerpo de hojas y alas
se fue al rocío.

Tómala con los ojos,
llénala ahora, amor mío.
Es tuya como de nadie,
tuya como el suicidio.

Piedras que hundí en el aire,
maderas que ahogué en el río,
ved mi corazón flotando

sobre su cuerpo sencillo.

Jaime Sabines

Conservación de los recuerdos


cronopios
Cronopios

Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la siguiente forma: Luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo envuelven de pies a cabeza en una sábana negra y lo colocan parado contra la pared de la sala, con un cartelito que dice: «Excursión a Quilmes», o: «Frank Sinatra».
Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician con suavidad y le dicen: «No vayas a lastimarte», y también: «Cuidado con los escalones.» Es por eso que las casas de los famas son ordenadas y silenciosas, mientras en las de los cronopios hay gran bulla y puertas que golpean. Los vecinos se quejan siempre de los cronopios, y los famas mueven la cabeza comprensivamente y van a ver si las etiquetas están todas en su sitio.

- Historias de cronopios y famas

http://definicion.de/cronopio/

"¿Así que quieres ser escritor?"

Charles Bukowski escritor
Charles Bukowski


Si no te sale ardiendo de dentro,
a pesar de todo,
no lo hagas.
A no ser que salga espontáneamente de tu corazón
y de tu mente y de tu boca
y de tus tripas,
no lo hagas.
Si tienes que sentarte durante horas
con la mirada fija en la pantalla del ordenador
o clavado en tu máquina de escribir
buscando las palabras,
no lo hagas.
Si lo haces por dinero o fama,
no lo hagas.
Si lo haces porque quieres mujeres en tu cama,
no lo hagas.
Si tienes que sentarte
y reescribirlo una y otra vez,
no lo hagas.
Si te cansa sólo pensar en hacerlo,
no lo hagas.
Si estás intentando escribir
como cualquier otro, olvídalo.

Si tienes que esperar a que salga rugiendo de ti,
espera pacientemente.
Si nunca sale rugiendo de ti, haz otra cosa.

Si primero tienes que leerlo a tu esposa
ó a tu novia ó a tu novio
ó a tus padres ó a cualquiera,
no estás preparado.

No seas como tantos escritores,
no seas como tantos miles de
personas que se llaman a sí mismos escritores,
no seas soso y aburrido y pretencioso,
no te consumas en tu amor propio.
Las bibliotecas del mundo
bostezan hasta dormirse
con esa gente.
No seas uno de ellos.
No lo hagas.
A no ser que salga de tu alma
como un cohete,
a no ser que quedarte quieto
pudiera llevarte a la locura,
al suicidio o al asesinato,
no lo hagas.
A no ser que el sol dentro de ti
esté quemando tus tripas, no lo hagas.
Cuando sea verdaderamente el momento,
y si has sido elegido,
sucederá por sí solo y
seguirá sucediendo hasta que mueras
o hasta que muera en ti.
No hay otro camino.

Y nunca lo hubo.

-Charles Bukowski

A propósito de Salvador Dalí

Cristo de San juan dela Cruz
Cristo de San juan dela Cruz
Nino.Geopolítico.Observando.El.Nacimiento.del.Hombre.Nuevo
Niño Geopolítico Observando El Nacimiento del Hombre Nuevo
“El verdadero pintor es aquel que es capaz de pintar escenas extraordinarias en medio de un desierto vacío. El verdadero pintor es aquel que es capaz de pintar pacientemente una pera rodeado de los tumultos de la historia”
Salvador Dalí




Nada nuevo bajos el sol, dicen por ahí, y casi todo sobre Dalí está escrito, hablado, debatido… Aquí solo pretendemos mostrar algunas de sus obras más representativas. 
Ver las obras de Dalí es sumergirse en una dimensión fantástica y desconocida, es dejar  volar la imaginación y descubrirse a sí mismo, el surrealismo es así.


Latentaciondesanantonio
La tentación de San Antonio
LaMadonnadePortLligat
La Madonna de Port Lligat
La.persistencia.de.la.memoria
La persistencia de la memoria


http://www.salvador-dali.org/es_index.html


Todo cuanto amé; Siri Hustvedt (Fragmento)


Me dediqué a observarte mientras me pintabas

"Allí tumbada en el suelo del estudio -decia Violet en la cuarta misiva- me dediqué a observarte mientras me pintabas. Me fijé en tus brazos y en tus hombros, y especialmente en tus manos mientras trabajabas en el lienzo. Hubiera querido que te volvieras hacia mi y te aproximaras y me frotaras la piel igual que frotabas la pintura. Quería que oprimieras la carne con el pulgar del mismo modo que hacías con el cuadro, y pensé que si no me tocabas me volvería loca, pero ni me volví loca, ni tú me tocaste una sola vez. Ni siquiera me estrechaste la mano."
http://es.wikipedia.org/wiki/Siri_Hustvedt

P.U.R.A Juana

Purajuana
P.U.R.A Juana


La intención musical de la banda P.U.R.A Juana es mezclar ritmos latinos y representativos del golfo de México como la cumbia, diferentes sub géneros del rock como el metal y el punk, un toque de jazz y un gran sabor a reggae, dando vida a lo que nosotros llamamos reggae experimental.

Por lo general, sus eventos son realizados en Xalapa, han sido voluntarios artísticos de Greenpeace y han apoyado tanto a movimientos ciudadanos y/o artísticos como a distintas asociaciones civiles.
Síguelos en:
Twitter @Purajuanabanda
https://www.facebook.com/purajuana?fref=ts


Paulo Piña

En sus temas se utilizan géneros como el jazz, bossa nova, samba, reggae y la música tradicional de Baja California Sur. Con intereses puramente melódicos, busca consolidar un estilo basado en la estética de las canciones donde le da un valor especial al uso de la poesía que se encuentran en sus letras, historias de canciones en donde la imaginación se vuelve poética, ocurrente y a veces sin sentido agregando un tono de folclor regional y los ritmos del género pop.
Síguelo en: https://www.facebook.com/lacebollafalsa
en Twitter: @lacebollafalsa

-Rayuela Capítulo l (fragmento)


Cortázar
Rayuela


Entonces te seguía de mala gana, encontrándote petulante y malcriada, hasta que te cansaste de no estar cansada y nos metimos en un café del Boul’Mich’ y de golpe, entre dos medialunas, me contaste un gran pedazo de tu vida Cómo podía yo sospechar que aquello que parecía tan mentira era verdadero, un Figari con violetas de anochecer, con caras lívidas, con hambre y golpes en los rincones.

Más tarde te creí, más tarde hubo razones, hubo madame Léonie que mirándome la mano que había dormido con tus senos me repitió casi tus mismas palabras. «Ella sufre en alguna parte. Siempre ha sufrido. Es muy alegre, adora el amarillo, su pájaro es el mirlo, su hora la noche, su puente el Pont des Arts.» (Una pinaza color borravino, Maga, y por qué no nos habremos ido en ella cuando todavía era tiempo.)


Y mirá que apenas nos conocíamos y ya la vida urdía lo necesario para desencontrarnos minuciosamente. Como no sabías disimular me di cuenta en seguida de que para verte como yo quería era necesario empezar por cerrar los ojos, y entonces primero cosas como estrellas amarillas (moviéndose en una jalea de terciopelo), luego saltos rojos del humor y de las horas, ingreso paulatino en un mundo-Maga que era la torpeza y la confusión pero también helechos con la firma de la araña Klee, el circo Miró, los espejos de ceniza Vieira da Silva, un mundo donde te movías como un caballo de ajedrez que se moviera como una torre que se moviera como un alfil.
http://es.wikipedia.org/wiki/Julio_Cort%C3%A1zar

Testamento

Virgilio Piñera

Como he sido iconoclasta

me niego a que me hagan estatua:

si en la vida he sido carne,

en la muerte no quiero ser mármol.

Como yo soy de un lugar

de demonios y de ángeles,

en ángel y demonio muerto

seguiré por esas calles…

En tal eternidad veré

nuevos demonios y ángeles,

con ellos conversaré

en un lenguaje cifrado.

Y todos entenderán

el yo no lloro, mi hermano….

Así fui, así viví,

así soñé. Pasé el trance.

Virgilio Piñera

De que callada manera


Nicolás Guillén

¡De que callada manera
se me adentra usted sonriendo,
como si fuera la primavera !
¡Yo, muriendo!
Y de que modo sutil
me derramó en la camisa
todas las flores de abril
¿Quién le dijo que yo era
risa siempre, nunca llanto,
como si fuera
la primavera?
¡No soy tanto!
En cambio, ¡Qué espiritual
que usted me brinde una rosa
de su rosal principal!
De que callada manera
se me adentra usted sonriendo,
como si fuera la primavera

¡Yo, muriendo!

Nicolás Guillén

El gato negro- Edgar Allan Poe


EdgarAllanPor

Ni espero ni quiero que se dé crédito a la historia más extraordinaria, y, sin embargo, más familiar, que voy a referir. Tratándose de un caso en el que mis sentidos se niegan a aceptar su propio testimonio, yo habría de estar realmente loco si así lo creyera. No obstante, no estoy loco, y, con toda seguridad, no sueño. Pero mañana puedo morir y quisiera aliviar hoy mi espíritu. Mi inmediato deseo es mostrar al mundo, clara, concretamente y sin comentarios, una serie de simples acontecimientos domésticos que, por sus consecuencias, me han aterrorizado, torturado y anonadado. A pesar de todo, no trataré de esclarecerlos. A mí casi no me han producido otro sentimiento que el de horror; pero a muchas personas les parecerán menos terribles que baroques. Tal vez más tarde haya una inteligencia que reduzca mi fantasma al estado de lugar común. Alguna inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, encontrará tan sólo en las circunstancias que relato con terror una serie normal de causas y de efectos naturalísimos.
La docilidad y humanidad de mi carácter sorprendieron desde mi infancia. Tan notable era la ternura de mi corazón, que había hecho de mí el juguete de mis amigos. Sentía una auténtica pasión por los animales, y mis padres me permitieron poseer una gran variedad de favoritos. Casi todo el tiempo lo pasaba con ellos, y nunca me consideraba tan feliz como cuando los daba de comer o los acariciaba. Con los años aumentó esta particularidad de mi carácter, y cuando fui hombre hice de ella una de mis principales fuentes de goce. Aquellos que han profesado afecto a un perro fiel y sagaz no requieren la explicación de la naturaleza o intensidad de los goces que eso puede producir. En el amor desinteresado de un animal, en el sacrificio de sí mismo, hay algo que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha tenido ocasión de comprobar la amistad mezquina y la frágil fidelidad del Hombre natural.
Me casé joven. Tuve la suerte de descubrir en mi mujer una disposición semejante a la mía. Habiéndose dado cuenta de mi gusto por estos favoritos domésticos, no perdió ocasión alguna de proporcionármelos de la especie más agradable. Tuvimos pájaros, un pez de color de oro, un magnífico perro, conejos, un mono pequeño y un gato.
Era este último animal muy fuerte y bello, completamente negro y de una sagacidad maravillosa. Mi mujer, que era, en el fondo, algo supersticiosa, hablando de su inteligencia, aludía frecuentemente a la antigua creencia popular que consideraba a todos los gatos negros como brujas disimuladas. No quiere esto decir que hablara siempre en serio sobre este particular, y lo consigno sencillamente porque lo recuerdo.
Plutón—llamábase así el gato—era mi predilecto amigo. Sólo yo le daba de comer, y adondequiera que fuese me seguía por la casa. Incluso me costaba trabajo impedirle que me siguiera por la calle.
Nuestra amistad subsistió así algunos años, durante los cuales mi carácter y mi temperamento—me sonroja confesarlo—, por causa del demonio de la intemperancia, sufrió una alteración radicalmente funesta. De día en día me hice más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos. Empleé con mi mujer un lenguaje brutal, y con el tiempo la afligí incluso con violencias personales. Naturalmente, mi pobre favorito debió de notar el cambio de mi carácter. No solamente no les hacía caso alguno, sino que los maltrataba. Sin embargo, por lo que se refiere a Plutón, aún despertaba en mí la consideración suficiente para no pegarle. En cambio, no sentía ningún escrúpulo en maltratar a los conejos, al mono e incluso al perro, cuando, por casualidad o afecto, se cruzaban en mi camino. Pero iba secuestrándome mi mal, porque, ¿qué mal admite una comparación con el alcohol? Andando el tiempo, el mismo Plutón, que envejecía y, naturalmente se hacía un poco huraño, comenzó a conocer los efectos de mi perverso carácter.
Una noche, en ocasión de regresar a casa completamente ebrio, de vuelta de uno de mis frecuentes escondrijos del barrio, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo cogí, pero él, horrorizado por mi violenta actitud, me hizo en la mano, con los dientes, una leve herida. De mí se apoderó repentinamente un furor demoníaco. En aquel instante dejé de conocerme. Pareció como si, de pronto, mi alma original hubiese abandonado mi cuerpo, y una ruindad superdemoníaca, saturada de ginebra, se filtró en cada una de las fibras de mi ser. Del bolsillo de mi chaleco saqué un cortaplumas, lo abrí, cogí al pobre animal por la garganta y, deliberadamente, le vacié un ojo... Me cubre el rubor, me abrasa, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad.
Cuando, al amanecer, hube recuperado la razón, cuando se hubieron disipado los vapores de mi crápula nocturna, experimenté un sentimiento mitad horror, mitad remordimiento, por el crimen que había cometido. Pero, todo lo más, era un débil y equívoco sentimiento, y el alma no sufrió sus acometidas. Volví a sumirme en los excesos, y no tardé en ahogar en el vino todo recuerdo de mi acción.
Curó entre tanto el gato lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, es cierto, un aspecto espantoso. Pero después, con el tiempo, no pareció que se daba cuenta de ello. Según su costumbre, iba y venía por la casa; pero, como debí suponerlo, en cuanto veía que me aproximaba a él, huía aterrorizado. Me quedaba aún lo bastante de mi antiguo corazón para que me afligiera aquella manifiesta antipatía en una criatura que tanto me había amado anteriormente. Pero este sentimiento no tardó en ser desalojado por la irritación. Como para mi caída final e irrevocable, brotó entonces el espíritu de perversidad, espíritu del que la filosofía no se cuida ni poco ni mucho.
No obstante, tan seguro como que existe mi alma, creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano, una de esas indivisibles primeras facultades o sentimientos que dirigen el carácter del hombre... ¿Quién no se ha sorprendido numerosas veces cometiendo una acción necia o vil, por la única razón de que sabía que no debía cometerla? ¿No tenemos una constante inclinación, pese a lo excelente de nuestro juicio, a violar lo que es la ley, simplemente porque comprendemos que es la Ley?
Digo que este espíritu de perversidad hubo de producir mi ruina completa. El vivo e insondable deseo del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar y últimamente a llevar a efecto el suplicio que había infligido al inofensivo animal. Una mañana, a sangre fría, ceñí un nudo corredizo en torno a su cuello y lo ahorqué de la rama de un árbol. Lo ahorqué con mis ojos llenos de lágrimas, con el corazón desbordante del más amargo remordimiento. Lo ahorqué porque sabía que él me había amado, y porque reconocía que no me había dado motivo alguno para encolerizarme con él. Lo ahorqué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía a mi alma inmortal, hasta el punto de colocarla, si esto fuera posible, lejos incluso de la misericordia infinita del muy terrible y misericordioso Dios.
En la noche siguiente al día en que fue cometida una acción tan cruel, me despertó del sueño el grito de: "¡Fuego!" Ardían las cortinas de mi lecho. La casa era una gran hoguera. No sin grandes dificultades, mi mujer, un criado y yo logramos escapar del incendio. La destrucción fue total. Quedé arruinado, y me entregué desde entonces a la desesperación.
No intento establecer relación alguna entre causa y efecto con respecto a la atrocidad y el desastre. Estoy por encima de tal debilidad. Pero me limito a dar cuenta de una cadena de hechos y no quiero omitir el menor eslabón. Visité las ruinas el día siguiente al del incendio. Excepto una, todas las paredes se habían derrumbado. Esta sola excepción la constituía un delgado tabique interior, situado casi en la mitad de la casa, contra el que se apoyaba la cabecera de mi lecho. Allí la fábrica había resistido en gran parte a la acción del fuego, hecho que atribuí a haber sido renovada recientemente. En torno a aquella pared se congregaba la multitud, y numerosas personas examinaban una parte del muro con atención viva y minuciosa. Excitaron mi curiosidad las palabras: "extraño", "singular", y otras expresiones parecidas. Me acerqué y vi, a modo de un bajorrelieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco gato. La imagen estaba copiada con una exactitud realmente maravillosa. Rodeaba el cuello del animal una cuerda.
Apenas hube visto esta aparición—porque yo no podía considerar aquello más que como una aparición—, mi asombro y mi terror fueron extraordinarios. Por fin vino en mi amparo la reflexión. Recordaba que el gato había sido ahorcado en un jardín contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardín fue invadido inmediatamente por la muchedumbre, y el animal debió de ser descolgado por alguien del árbol y arrojado a mi cuarto por una ventana abierta. Indudablemente se hizo esto con el fin de despertarme. El derrumbamiento de las restantes paredes había comprimido a la víctima de mi crueldad en el yeso recientemente extendido. La cal del muro, en combinación con las llamas y el amoníaco del cadáver, produjo la imagen tal como yo la veía.
Aunque prontamente satisfice así a mi razón, ya que no por completo mi conciencia, no dejó, sin embargo, de grabar en mi imaginación una huella profunda el sorprendente caso que acabo de dar cuenta. Durante algunos meses no pude liberarme del fantasma del gato, y en todo este tiempo nació en mi alma una especie de sentimiento que se parecía, aunque no lo era, al remordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del animal y a buscar en torno mío, en los miserables tugurios que a la sazón frecuentaba, otro favorito de la misma especie y de facciones parecidas que pudiera sustituirle.
Hallábame sentado una noche, medio aturdido, en un bodegón infame, cuando atrajo repentinamente mi atención un objeto negro que yacía en lo alto de uno de los inmensos barriles de ginebra o ron que componían el mobiliario más importante de la sala. Hacía ya algunos momentos que miraba a lo alto del tonel, y me sorprendió no haber advertido el objeto colocado encima. Me acerqué a él y lo toqué. Era un gato negro, enorme, tan corpulento como Plutón, al que se parecía en todo menos en un pormenor: Plutón no tenía un solo pelo blanco en todo el cuerpo, pero éste tenía una señal ancha y blanca aunque de forma indefinida, que le cubría casi toda la región del pecho.
Apenas puse en él mi mano, se levantó repentinamente, ronroneando con fuerza, se restregó contra mi mano y pareció contento de mi atención. Era pues, el animal que yo buscaba. Me apresuré a proponer al dueño su adquisición, pero éste no tuvo interés alguno por el animal. Ni le conocía ni le había visto hasta entonces.
Continué acariciándole, y cuando me disponía a regresar a mi casa, el animal se mostró dispuesto a seguirme. Se lo permití, e inclinándome de cuando en cuando, caminamos hacia mi casa acariciándole. Cuando llego a ella se encontró como si fuera la suya, y se convirtió rápidamente en el mejor amigo de mi mujer.
Por mi parte, no tardó en formarse en mí una antipatía hacia él. Era, pues, precisamente, lo contrario de lo que yo había esperado. No sé cómo ni por qué sucedió esto, pero su evidente ternura me enojaba y casi me fatigaba. Paulatinamente, estos sentimientos de disgusto y fastidio acrecentaron hasta convertirse en la amargura del odio. Yo evitaba su presencia. Una especie de vergüenza, y el recuerdo de mi primera crueldad, me impidieron que lo maltratara. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de tratarle con violencia; pero gradual, insensiblemente, llegué a sentir por él un horror indecible, y a eludir en silencio, como si huyera de la peste, su odiosa presencia.
Sin duda, lo que aumentó mi odio por el animal fue el descubrimiento que hice a la mañana del siguiente día de haberlo llevado a casa. Como Plutón, también él había sido privado de uno de sus ojos. Sin embargo, esta circunstancia contribuyó a hacerle más grato a mi mujer, que, como he dicho ya, poseía grandemente la ternura de sentimientos que fue en otro tiempo mi rasgo característico y el frecuente manantial de mis placeres más sencillos y puros.
Sin embargo, el cariño que el gato me demostraba parecía crecer en razón directa de mi odio hacia él. Con una tenacidad imposible de hacer comprender al lector, seguía constantemente mis pasos. En cuanto me sentaba, acurrucábase bajo mi silla, o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome con sus caricias espantosas. Si me levantaba para andar, metíase entre mis piernas y casi me derribaba, o bien, clavando sus largas y agudas garras en mi ropa, trepaba por ellas hasta mi pecho. En esos instantes, aun cuando hubiera querido matarle de un golpe, me lo impedía en parte el recuerdo de mi primer crimen; pero, sobre todo, me apresuro a confesarlo, el verdadero terror del animal.
Este terror no era positivamente el de un mal físico, y, no obstante, me sería muy difícil definirlo de otro modo. Casi me avergüenza confesarlo. Aun en esta celda de malhechor, casi me avergüenza confesar que el horror y el pánico que me inspiraba el animal habíanse acrecentado a causa de una de las fantasías más perfectas que es posible imaginar. Mi mujer, no pocas veces, había llamado mi atención con respecto al carácter de la mancha blanca de que he hablado y que constituía la única diferencia perceptible entre el animal extraño y aquel que había matado yo. Recordará, sin duda, el lector que esta señal, aunque grande, tuvo primitivamente una forma indefinida. Pero lenta, gradualmente, por fases imperceptibles y que mi razón se esforzó durante largo tiempo en considerar como imaginaria, había concluido adquiriendo una nitidez rigurosa de contornos.
En ese momento era la imagen de un objeto que me hace temblar nombrarlo. Era, sobre todo, lo que me hacía mirarle como a un monstruo de horror y repugnancia, y lo que, si me hubiera atrevido, me hubiese impulsado a librarme de él. Era ahora, digo, ta imagen de una cosa abominable y siniestra: la imagen ¡de la horca! ¡Oh lúgubre y terrible máquina, máquina de espanto y crimen, de muerte y agonía!
Yo era entonces, en verdad, un miserable, más allá de la miseria posible de la Humanidad. Una bestia bruta, cuyo hermano fue aniquilado por mí con desprecio, una bestia bruta engendraba en mí en mí, hombre formado a imagen del Altísimo, tan grande e intolerable infortunio. ¡Ay! Ni de día ni de noche conocía yo la paz del descanso. Ni un solo instante, durante el día, dejábame el animal. Y de noche, a cada momento, cuando salía de mis sueños lleno de indefinible angustia, era tan sólo para sentir el aliento tibio de la cosa sobre mi rostro y su enorme peso, encarnación de una pesadilla que yo no podía separar de mí y que parecía eternamente posada en mi corazón.
Bajo tales tormentos sucumbió lo poco que había de bueno en mí. Infames pensamientos convirtiéronse en mis íntimos; los más sombríos, los más infames de todos los pensamientos. La tristeza de mi humor de costumbre se acrecentó hasta hacerme aborrecer a todas las cosas y a la Humanidad entera. Mi mujer, sin embargo, no se quejaba nunca ¡Ay! Era mi paño de lágrimas de siempre. La mas paciente víctima de las repentinas, frecuentes e indomables expansiones de una furia a la que ciertamente me abandoné desde entonces.
Para un quehacer doméstico, me acompañó un día al sótano de un viejo edificio en el que nos obligara a vivir nuestra pobreza. Por los agudos peldaños de la escalera me seguía el gato, y, habiéndome hecho tropezar la cabeza, me exasperó hasta la locura. Apoderándome de un hacha y olvidando en mi furor el espanto pueril que había detenido hasta entonces mi mano, dirigí un golpe al animal, que hubiera sido mortal si le hubiera alcanzado como quería. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Una rabia más que diabólica me produjo esta intervención. Liberé mi brazo del obstáculo que lo detenía y le hundí a ella el hacha en el cráneo. Mi mujer cayó muerta instantáneamente, sin exhalar siquiera un gemido.
Realizado el horrible asesinato, inmediata y resueltamente procuré esconder el cuerpo. Me di cuenta de que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de que se enteraran los vecinos. Asaltaron mi mente varios proyectos. Pensé por un instante en fragmentar el cadáver y arrojar al suelo los pedazos. Resolví después cavar una fosa en el piso de la cueva. Luego pensé arrojarlo al pozo del jardín. Cambien la idea y decidí embalarlo en un cajón, como una mercancía, en la forma de costumbre, y encargar a un mandadero que se lo llevase de casa. Pero, por último, me detuve ante un proyecto que consideré el mas factible. Me decidí a emparedarlo en el sótano, como se dice que hacían en la Edad Media los monjes con sus víctimas.
La cueva parecía estar construida a propósito para semejante proyecto. Los muros no estaban levantados con el cuidado de costumbre y no hacía mucho tiempo había sido cubierto en toda su extensión por una capa de yeso que no dejó endurecer la humedad.
Por otra parte, había un saliente en uno de los muros, producido por una chimenea artificial o especie de hogar que quedó luego tapado y dispuesto de la misma forma que el resto del sótano. No dudé que me sería fácil quitar los ladrillos de aquel sitio, colocar el cadáver y emparedarlo del mismo modo, de forma que ninguna mirada pudiese descubrir nada sospechoso.
No me engañó mi cálculo. Ayudado por una palanca, separé sin dificultad los ladrillos, y, habiendo luego aplicado cuidadosamente el cuerpo contra la pared interior, lo sostuve en esta postura hasta poder establecer sin gran esfuerzo toda la fábrica a su estado primitivo. Con todas las precauciones imaginables, me preocupé una argamasa de cal y arena, preparé una capa que no podía distinguirse de la primitiva y cubrí escrupulosamente con ella el nuevo tabique.
Cuando terminé, vi que todo había resultado perfecto. La pared no presentaba la más leve señal de arreglo. Con el mayor cuidado barrí el suelo y recogí los escombros, miré triunfalmente en torno mío y me dije: "Por lo menos, aquí, mi trabajo no ha sido infructuoso".
Mi primera idea, entonces, fue buscar al animal que fue causante de tan tremenda desgracia, porque, al fin, había resuelto matarlo. Si en aquel momento hubiera podido encontrarle, nada hubiese evitado su destino. Pero parecía que el artificioso animal, ante la violencia de mi cólera, habíase alarmado y procuraba no presentarse ante mí, desafiando mi mal humor. Imposible describir o imaginar la intensa, la apacible sensación de alivio que trajo a mi corazón la ausencia de la detestable criatura. En toda la noche se presentó, y ésta fue la primera que gocé desde su entrada en la casa, durmiendo tranquila y profundamente. Sí; dormí con el peso de aquel asesinato en mi alma.
Transcurrieron el segundo y el tercer día. Mi verdugo no vino, sin embargo. Como un hombre libre, respiré una vez más. En su terror, el monstruo había abandonado para siempre aquellos lugares. Ya no volvería a verle nunca: Mi dicha era infinita. Me inquietaba muy poco la criminalidad de mi tenebrosa acción. Inicióse una especie de sumario que apuró poco las averiguaciones. También se dispuso un reconocimiento, pero, naturalmente, nada podía descubrirse. Yo daba por asegurada mi felicidad futura.
Al cuarto día después de haberse cometido el asesinato, se presentó inopinadamente en mi casa un grupo de agentes de Policía y procedió de nuevo a una rigurosa investigación del local. Sin embargo, confiado en lo impenetrable del escondite, no experimenté ninguna turbación.
Los agentes quisieron que les acompañase en sus pesquisas. Fue explorado hasta el último rincón. Por tercera o cuarta vez bajaron por último a la cueva. No me altere lo más mínimo. Como el de un hombre que reposa en la inocencia, mi corazón latía pacíficamente. Recorrí l sótano de punta a punta, cruce los brazos sobre mi pecho y me paseé indiferente de un lado a otro. Plenamente satisfecha, la Policía se disponía a abandonar la casa. Era demasiado intenso el júbilo de mi corazón para que pudiera reprimirlo. Sentía la viva necesidad de decir una palabra, una palabra tan sólo a modo de triunfo, y hacer doblemente evidente su convicción con respecto a mi inocencia.
—Señores—dije, por último, cuando los agentes subían la escalera—, es para mí una gran satisfacción habrá desvanecido sus sospechas. Deseo a todos ustedes una buena salud y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, señores, tienen ustedes aquí una casa construida—apenas sabía lo que hablaba, en mi furioso deseo de decir algo con aire deliberado—. Puedo asegurar que ésta es una casa excelentemente construida. Estos muros...¿Se van ustedes, señores? Estos muros están construidos con una gran solidez.
Entonces, por una fanfarronada frenética, golpeé con fuerza, con un bastón que tenía en la mano en ese momento, precisamente sobre la pared del tabique tras el cual yacía la esposa de mi corazón.
¡Ah! Que por lo menos Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonios. Apenas húbose hundido en el silencio el eco de mis golpes, me respondió una voz desde el fondo de la tumba. Era primero una queja, velada y encontrada como el sollozo de un niño. Después, en seguida, se hinchó en un prolongado, sonoro y continuo, completamente anormal e inhumano. Un alarido, un aullido, mitad horror, mitad triunfo, como solamente puede brotar del infierno, horrible armonía que surgiera al unísono de las gargantas de los condenados en sus torturas y de los demonios que gozaban en la condenación.
Sería una locura expresaros mis sentimientos. Me sentí desfallecer y, tambaleándome, caí contra la pared opuesta. Durante un instante detuviéronse en los escalones los gentes. El terror los había dejado atónitos. Un momento después, doce brazos robustos atacaron la pared, que cayó a tierra de un golpe. El cadáver, muy desfigurado ya y cubierto de sangre coagulada, apareció, rígido, a los ojos de los circundantes.
Sobre su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y llameando el único ojo, se posaba el odioso animal cuya astucia me llevó al asesinato y cuya reveladora voz me entregaba al verdugo. Yo había emparedado al monstruo en la tumba.

Consonancias-Salvador Díaz Mirón


Consonancias-Salvador Díaz Mirón

A Matilde Saulnier.
Tu traición justifica mi falsía
Aunque lo niegues con tu voz de arrullo;
Mi amor era muy grande, pero había
Algo más grande que mi amor, mi orgullo.

Calla, pues. Ocultemos nuestro duelo,
La queja es infecunda y nada alcanza;
Agonicemos contemplando el cielo
Ya que el cielo es nuestra única esperanza.

No creas que este mal decrezca y huya:
Cada vez menos parco y más despierto
Imperará en mi vida y en la tuya
"como reina el león en el desierto".

Los años rodarán en el abismo
Sin que recobres la perdida calma.
¡Tú siempre llevarás, como yo mismo,
Un cadáver en lo íntimo del alma!

El tiempo no es el médico discreto
Que, por medio del fórceps del olvido,
Saca del fondo de la entraña el feto
Muerto allí como el pájaro en su nido.

Un drama- Anton Chéjov


Chéjov

Una señora pregunta por usted, Pavel Vasilich! —dijo el criado—. Hace una hora que espera.
Pavel Vasilich acababa de almorzar. Hizo una mueca de desagrado, y contestó:
—¡Al diablo! ¡Dile a esa señora que estoy ocupado!
—Esta es la quinta vez que viene. Asegura que es para un asunto de gran importancia. Está casi llorando.
—Bueno. ¿Qué vamos a hacerle? Que pase al gabinete.
Se puso, sin apresurarse, la levita, y, llevando en una mano un libro y en la otra un portaplumas, para dar a entender que se hallaba muy ocupado, se encaminó al gabinete. Allí lo esperaba la señora anunciada. Era alta, gruesa, colorada, con antiparras, de un aspecto muy respetable, y vestía elegantemente.
Al ver entrar a Pavel Vasilich alzó los ojos al cielo y juntó las manos, como quien se dispone a rezar ante un icono.
—Naturalmente, ¿no, se acuerda usted de mí? —comenzó con acento en extremo turbado—. Tuve el gusto de conocerlo en casa de Trutzky. Soy la señora Murachkin.
—¡Ah, sí!… Haga el favor de sentarse. ¿En qué puedo serle útil?
—Mire usted, yo… , yo —balbuceó la dama, sentándose, y más turbada aún —. Usted no se acuerda de mí… Soy, la señora Murachkin… Soy gran admiradora de su talento y leo siempre con sumo placer sus artículos. No tengo la menor intención de adularle, ¡líbreme Dios! Hablo con entera sinceridad. Sí, leo sus artículos con mucho placer… Hasta cierto punto, no soy extraña a la literatura. Claro es que no me atrevo a llamarme escritora, pero… no he dejado de contribuir algo…, he publicado tres novelitas para niños… Naturalmente, usted no las habrá leído… He trabajado también en traducciones… Mi hermano escribía en una revista importante de Petrogrado.
—Sí, sí… ¿Y en qué puedo serle útil a usted?
—Verá usted… — y bajó los ojos, poniéndose aún más colorada —. Conozco su talento y sus opiniones. Y quisiera saber lo que piensa… o, más bien, quisiera que me aconsejase… En fin, he escrito un drama, y antes de enviarlo a la censura quisiera que usted me dijese…
Con mano trémula sacó un voluminoso cuaderno.
Pavel Vasilich no gustaba sino de sus propios artículos; los ajenos, cuando se veía obligado a escucharlos, le producían la impresión de un cañón a cuyos disparos sirviera él de blanco. A la vista del gran cuaderno se llenó de terror y dijo:
—Bueno…, déjeme el drama, y lo leeré.
—Pavel Vasilich! —suplicó la señora, con voz suspirante y juntando las manos—. Ya sé que está usted muy ocupado y no puede perder ni un minuto. Tampoco se me oculta que en este momento está usted enviándome a todos los diablos, pero…, tenga usted la bondad de permitirme que le lea mi drama ahora, y le quedaré obligadísima.
—Tendría un gran placer, señora, en complacer a usted; pero… no tengo tiempo. Iba a salir.
—Pavel Vasilich —rogó la visitante, con lágrimas en los ojos—. Le pido a usted un sacrificio. Sé que soy osada, impertinente, pero ¡sea usted generoso! Mañana me voy a Kazan, y no quisiera irme sin saber su opinión. ¡Sacrifíqueme usted media hora… sólo media hora!
Pavel Vasilich no era hombre de gran voluntad y no sabía negarse. Cuando vio a la señora disponerse a llorar y a prosternarse ante él, balbuceó:
—Bueno, acepto… Si no es más que media hora…
La señora Murachkin lanzó un grito de triunfo, se quitó el sombrero, se sentó, y empezó a leer.
Leyó primeramente cómo el criado y la criada hablaban largo y tendido de la señorita Ana Sergeyevna, que ha hecho edificar en la aldea una escuela y un hospital. Después del diálogo con el criado la criada recita un monólogo conmovedor sobre la utilidad de la instrucción; luego vuelve el criado y refiere que su señor, el general, mira con malos ojos la actividad de su hija Ana Sergeyevna; quiere casarla un oficial, y considera un lujo inútil la instrucción del pueblo. Después el criado y la criada se marchan y entra Ana Sergeyevna en persona. Hace saber al público que se ha pasado en claro la noche pensando en Valentín Ivanovich, hijo de un pobre preceptor y mozo de nobles sentimientos, que mantiene a su padre enfermo. Valentín es un hombre instruidísimo, pero en extremo pesimista. No cree ni en el amor ni en la amistad, encuentra estúpida la vida y quiere morir. Ana Sergeyevna está decidida a salvarlo.
Pavel Vasilich escuchaba y pensaba en su diván, en el que tenía la costumbre de descansar un poco después del almuerzo. De vez en cuando lanzaba a la señora Murachkin una mirada llena de odio.
—¡Que el diablo te lleve! —pensaba—. ¿Qué culpa tengo yo de que hayas escrito un drama estúpido? ¡Qué cuaderno, Dios mío! ¡No se acaba nunca!
Miró el retrato de su mujer, colgado en la pared, y recordó que aquélla le había encargado que comprase y llevara a la casa de campo cinco metros de cinta, una libra de queso y unos polvos para los dientes.
—¿Dónde he puesto yo la muestra de la cinta? —pensaba—. Creo que está en el bolsillo de la chaqueta… Con tal que no se pierda… Las malditas moscas han manchado el retrato. Le tendré que decir a Olga que lo limpie… Esta endemoniada está leyendo ya la escena octava; el primer acto está, probablemente, tocando a su fin… Pobre señora, está muy gruesa para tener inspiración. Qué idea más graciosa la de meterse a escribir dramas! Más valía que hiciera medias o que cuidase a las gallinas…
—¿No le parece a usted este monólogo demasiado largo? —preguntó de pronto la señora Murachkin, levantando los ojos del cuaderno.
Él no había oído palabra de dicho monólogo, y ante la pregunta inesperada manifestó gran confusión.
—¡Nada de eso! Al contrario, me gusta mucho.
La señora Murachkin puso una cara gozosísima, radiante de dicha, y continuó leyendo:
«Ana. Te entregas con exceso al análisis psicológico. Olvidas demasiado el corazón y atribuyes a la razón excesiva importancia. Valentín. ¿Y qué es el corazón? Es un concepto anatómico, un término convencional, sin sentido alguno para mí. Ana (Turbada.) ¿Y el amor? ¿Dirás también acaso que no es sino el producto de la asociación de ideas?… Valentín (Con amargura.) ¡No abramos las viejas heridas! (Una pausa.) ¿En qué piensas?. Ana. Sospecho que no eres feliz.»
Durante la lectura de la escena diez y seis, Pavel Vasilich bostezó de un modo en absoluto inesperado, y él mismo se asustó de su poca galantería. Para disimularla se apresuró a dar a su rostro la expresión de un hombre que escucha con gran interés.
—La escena diez y siete —se dijo— y el primer acto aún no se ha acabado. ¡Dios mío! Si esto se prolonga diez minutos más, no sé qué voy a hacer… ¡Es insoportable!
Al fin la dramaturga leyó con voz triunfante:
«¡Telón!»
Pavel Vasilich lanzó un suspiro de alivio y se dispuso a levantarse; pero la señora Murachkin volvió la página y, sin haberle dado tiempo para respirar, continuó leyendo:
«Acto segundo. La escena representa una calle de la aldea. A la derecha, la escuela; a la izquierda, el hospital. En la escalinata del hospital están sentadas unas campesinas.»
—¡Perdóneme! —interrumpió Pavel Vasilich—. ¿Cuántos actos son?
—¡Cinco! —respondió rápida la señora Murachkin; y, como si temiera que echase a correr, continuó a toda prisa:
«En la ventana de la escuela se encuentra Valentín. En el fondo se ve a los campesinos salir y entrar en la taberna.»
Como un condenado a muerte que hubiera perdido toda esperanza de ser indultado, Pavel Vasilich no se hizo ya ilusiones, y se resignó. Sólo se preocupó de tener los ojos abiertos y de conservar en el rostro una expresión atenta. El momento dichoso de su porvenir en que aquella señora acabase la lectura del drama y se fuera le parecía muy lejano.
—Rim, run, run… run, run, run —zumbaba sin tregua en su oído la voz de la señora Murachkin.
—Se me había olvidado tomar bicarbonato —pensaba—. Tengo que cuidarme el estómago… Antes de marcharme iré a ver a Smírrov… ¡Calla, un pajarito se ha parado en la ventana! Debe de ser un gorrión.
Sus párpados parecían de plomo, y hacía esfuerzos sobrehumanos para no dormirse. Bostezó y miró a la señora, que tomó ante sus ojos soñolientos formas fantásticas; comenzó a oscilar, y se convirtió en un ser tricéfalo, que llegaba al techo. La señora leía:
«Valentín. No, permíteme que me vaya. Ana Asustada ¿Por qué? Valentín (Aparte.) ¡Se ha puesto pálida! (A ella.) No, no me obligues a que te diga las verdaderas razones. ¡Prefiero morir a decírtelas! Ana (Tras una corta pausa.) ¡No, no puedes partir!… »
La señora Murachkin empezó a inflarse, a inflarse. No tardó en parecerle a Pavel Vasilich una enorme montaña que llenaba toda la estancia; luego, súbitamente, se hizo muy pequeñita cómo una botella, y desapareció después con la mesa que había ante ella. Pero siguió leyendo:
«Valentín (Sosteniendo en sus brazos a Ana.) ¡Tú me has resucitado! ¡Tú me has enseñado el sentido de la vida! ¡Has sido para mi alma seca como una lluvia bienhechora! Pero, ¡ay!, es demasiado tarde. Soy una víctima de una enfermedad incurable.»
Pavel Vasilich se estremeció y fijó una mirada vaga, estúpida, en la señora Murachkin. Durante un minuto la miró así, sin comprender nada, perdido en absoluto el sentido de la realidad.
«Escena undécima. Los mismos; después, el barón y el oficial de policía. Valentín. ¡Deténganme! Ana ¡Y a mí también, le pertenezco! La amo más que a mi vida. El barón Ana Sergeyevna, olvidas el daño que tu conducta causará a tu noble padre… »
La señora Murachkin empezó nuevamente a inflarse, se hizo grande como una montaña, llenó toda la estancia. Entonces Pavel Vasilich, dirigiendo en torno suyo miradas salvajes, lanzó un alarido de terror, tomó de la mesa un pesado pisapapeles, y con todas sus fuerzas lo descargó sobre la cabeza de la señora Murachkin.
—¡Deténganme, la he matado! —dijo momentos después, cuando acudió la servidumbre.
El jurado dictó un veredicto de inculpabilidad.

Frente al mar


Alfonsina.Mar

Oh mar, enorme mar, corazón fiero
De ritmo desigual, corazón malo,
Yo soy más blanda que ese pobre palo
Que se pudre en tus ondas prisionero.

Oh mar, dame tu cólera tremenda,
Yo me pasé la vida perdonando,
Porque entendía, mar, yo me fui dando:
"Piedad, piedad para el que más ofenda".

Vulgaridad, vulgaridad me acosa.
Ah, me han comprado la ciudad y el hombre.
Hazme tener tu cólera sin nombre:
Ya me fatiga esta misión de rosa.

¿Ves al vulgar? Ese vulgar me apena,
Me falta el aire y donde falta quedo,
Quisiera no entender, pero no puedo:
Es la vulgaridad que me envenena.

Me empobrecí porque entender abruma,
Me empobrecí porque entender sofoca,
¡Bendecida la fuerza de la roca!
Yo tengo el corazón como la espuma.

Mar, yo soñaba ser como tú eres,
Allá en las tardes que la vida mía
Bajo las horas cálidas se abría...
Ah, yo soñaba ser como tú eres.

Mírame aquí, pequeña, miserable,
Todo dolor me vence, todo sueño;
Mar, dame, dame el inefable empeño
De tornarme soberbia, inalcanzable.

Dame tu sal, tu yodo, tu fiereza,
¡Aire de mar!... ¡Oh tempestad, oh enojo!
Desdichada de mí, soy un abrojo,
Y muero, mar, sucumbo en mi pobreza.

Y el alma mía es como el mar, es eso,
Ah, la ciudad la pudre y equivoca
Pequeña vida que dolor provoca,
¡Que pueda libertarme de su peso!

Vuele mi empeño, mi esperanza vuele...
La vida mía debió ser horrible,
Debió ser una arteria incontenible
Y apenas es cicatriz que siempre duele.

Alfonsina Storni

Rayuela (fragmento)


Rayuela

" Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja. Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo de aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua. "

Julio Cortázar

PROPOSITO PRIMAVERAL


RubénDarío

A saludar me ofrezco y a celebrar me obligo
tu triunfo, Amor, al beso de la estación que llega
mientras el blanco cisne del lago azul navega
en el mágico parque de mis triunfos testigo.

Amor, tu hoz de oro ha segado mi trigo;
por ti me halaga el suave son de la flauta griega,
y por ti Venus pródiga sus manzanas me entrega
y me brinda las perlas de las mieles del higo.

En el erecto término coloco una corona
en que de rosas frescas la púrpura detona;
y en tanto canta el agua bajo el boscaje oscuro,

junto a la adolescente que en el misterio inicio
apuraré, alternando con tu dulce ejercicio,
las ánforas de oro del divino Epicuro.

Rubén Darío

El agua del Paraíso

       
cuentoárabe
 Un beduino seco y miserable, que se llamaba Harith, vivía desde siempre en el desierto. Se desplazaba de un sitio a otro con su mujer Nafisa. Hierba seca para su camello, insectos,
 de vez en cuando un puñado de dátiles, un poco de leche: una vida dura y amenazada. Harith cazaba las ratas del desierto para apoderarse de su piel y hacía cuerdas con las fibras de las palmeras, que intentaba vender en las caravanas.
Sólo bebía el agua salobre que encontraba en los pozos enfangados.
Un día apareció un nuevo río en la arena. Harith probó aquella agua desconocida, que era amarga y salada, e incluso un poco turbia. Pero le pareció que el agua del verdadero paraíso acababa de deslizarse por su garganta.
Llenó dos botas de piel de cabra, una para él y otra el califa Harun al-Rasid, y se puso en camino hacia Bagdad. A su llegada, tras un penoso viaje, le contó su historia a los guardias, según la práctica establecida, y fue admitido ante el califa. Harith se postró ante el Comendador de los Creyentes y le dijo:
-No soy más que un pobre beduino, ligado al desierto donde el destino me ha hecho nacer. No conozco nada más que el desierto, pero lo conozco bien. Conozco todas la aguas que allí se pueden encontrar. Por eso he decidido traértela para que la pruebes.
Harun al-Rasid se hizo traer un cubilete y probó el agua del río amargo. Toda la corte lo observaba. Bebió un buen trago y su rostro no expresó ningún sentimiento. Se quedó pensativo un instante y entonces con fuerza repentina pidió que el hombre fuera llevado y encerrado, con la orden estricta de que no viese a nadie. El beduino, sorprendido y decepcionado, fue encerrado en una celda.
-Lo que nada es para nosotros lo es todo para él. Lo que para él es el agua del Paraíso no es más que una desagradable bebida para nosotros. Pero tenemos que pensar en la felicidad de ese hombre -dijo el califa a las personas de su entorno, curiosos por su decisión.
Al caer la noche hizo llamar al beduino. Dio la orden a sus guardias que lo acompañasen de inmediato fuera de la ciudad, hasta la entrada del desierto, sin permitirle ver ni en río Tigris ni ninguna de las fuentes de la ciudad, sin darle otra agua que la suya para beber. Cuando el beduino se iba del palacio en la oscuridad de la noche, vio por última vez al califa. Éste le dio mil monedas de oro y le dijo:
-Te doy las gracias. Te nombro guardián del agua del Paraíso. La administrarás en mi nombre. Vigílala y protégela. Que todos los viajeros sepan que te he nombrado para tal puesto.
El beduino, feliz, besó la mano del califa y regresó rápidamente a su desierto.

Cuento árabe

Tu recuerdo


Nicolás Guillén

Siento que se despega tu recuerdo
de mi mente, como una vieja estampa;
tu figura no tiene ya cabeza
y un brazo está deshecho, como en esas
calcomanías desoladas
que ponen los muchachos en la escuela
y son después, en el libro olvidado,
una mancha dispersa.
Cuando estrecho tu cuerpo
tengo la blanda sensación de que
estás hecho de estopa.
Me hablas, y tu voz viene de tan lejos
que apenas puedo oírte.
Además, ya no te creo.
Yo mismo, ya curado
de la pasión antigua,
me pregunto cómo fue que pude
amarte,
tan inútil, tan vana,
tan floja que antes del año
de tenerte en mis brazos
ya te estás deshaciendo
como un jirón de humo;
y ya te estás borrando
como un dibujo antiguo,
y ya te me despegas en la mente
¡como una vieja estampa!

Nicolás Guillén