Una señora pregunta por usted, Pavel Vasilich! —dijo el
criado—. Hace una hora que espera.
Pavel Vasilich acababa de almorzar. Hizo una mueca de
desagrado, y contestó:
—¡Al diablo! ¡Dile a esa señora que estoy ocupado!
—Esta es la quinta vez que viene. Asegura que es para un
asunto de gran importancia. Está casi llorando.
—Bueno. ¿Qué vamos a hacerle? Que pase al gabinete.
Se puso, sin apresurarse, la levita, y, llevando en una mano
un libro y en la otra un portaplumas, para dar a entender que se hallaba muy
ocupado, se encaminó al gabinete. Allí lo esperaba la señora anunciada. Era
alta, gruesa, colorada, con antiparras, de un aspecto muy respetable, y vestía
elegantemente.
Al ver entrar a Pavel Vasilich alzó los ojos al cielo y
juntó las manos, como quien se dispone a rezar ante un icono.
—Naturalmente, ¿no, se acuerda usted de mí? —comenzó con
acento en extremo turbado—. Tuve el gusto de conocerlo en casa de Trutzky. Soy
la señora Murachkin.
—¡Ah, sí!… Haga el favor de sentarse. ¿En qué puedo serle
útil?
—Mire usted, yo… , yo —balbuceó la dama, sentándose, y más
turbada aún —. Usted no se acuerda de mí… Soy, la señora Murachkin… Soy gran
admiradora de su talento y leo siempre con sumo placer sus artículos. No tengo
la menor intención de adularle, ¡líbreme Dios! Hablo con entera sinceridad. Sí,
leo sus artículos con mucho placer… Hasta cierto punto, no soy extraña a la
literatura. Claro es que no me atrevo a llamarme escritora, pero… no he dejado
de contribuir algo…, he publicado tres novelitas para niños… Naturalmente,
usted no las habrá leído… He trabajado también en traducciones… Mi hermano
escribía en una revista importante de Petrogrado.
—Sí, sí… ¿Y en qué puedo serle útil a usted?
—Verá usted… — y bajó los ojos, poniéndose aún más colorada
—. Conozco su talento y sus opiniones. Y quisiera saber lo que piensa… o, más
bien, quisiera que me aconsejase… En fin, he escrito un drama, y antes de
enviarlo a la censura quisiera que usted me dijese…
Con mano trémula sacó un voluminoso cuaderno.
Pavel Vasilich no gustaba sino de sus propios artículos; los
ajenos, cuando se veía obligado a escucharlos, le producían la impresión de un
cañón a cuyos disparos sirviera él de blanco. A la vista del gran cuaderno se
llenó de terror y dijo:
—Bueno…, déjeme el drama, y lo leeré.
—Pavel Vasilich! —suplicó la señora, con voz suspirante y
juntando las manos—. Ya sé que está usted muy ocupado y no puede perder ni un
minuto. Tampoco se me oculta que en este momento está usted enviándome a todos los
diablos, pero…, tenga usted la bondad de permitirme que le lea mi drama ahora,
y le quedaré obligadísima.
—Tendría un gran placer, señora, en complacer a usted; pero…
no tengo tiempo. Iba a salir.
—Pavel Vasilich —rogó la visitante, con lágrimas en los
ojos—. Le pido a usted un sacrificio. Sé que soy osada, impertinente, pero ¡sea
usted generoso! Mañana me voy a Kazan, y no quisiera irme sin saber su opinión.
¡Sacrifíqueme usted media hora… sólo media hora!
Pavel Vasilich no era hombre de gran voluntad y no sabía
negarse. Cuando vio a la señora disponerse a llorar y a prosternarse ante él,
balbuceó:
—Bueno, acepto… Si no es más que media hora…
La señora Murachkin lanzó un grito de triunfo, se quitó el
sombrero, se sentó, y empezó a leer.
Leyó primeramente cómo el criado y la criada hablaban largo
y tendido de la señorita Ana Sergeyevna, que ha hecho edificar en la aldea una
escuela y un hospital. Después del diálogo con el criado la criada recita un
monólogo conmovedor sobre la utilidad de la instrucción; luego vuelve el criado
y refiere que su señor, el general, mira con malos ojos la actividad de su hija
Ana Sergeyevna; quiere casarla un oficial, y considera un lujo inútil la
instrucción del pueblo. Después el criado y la criada se marchan y entra Ana Sergeyevna
en persona. Hace saber al público que se ha pasado en claro la noche pensando
en Valentín Ivanovich, hijo de un pobre preceptor y mozo de nobles
sentimientos, que mantiene a su padre enfermo. Valentín es un hombre
instruidísimo, pero en extremo pesimista. No cree ni en el amor ni en la
amistad, encuentra estúpida la vida y quiere morir. Ana Sergeyevna está
decidida a salvarlo.
Pavel Vasilich escuchaba y pensaba en su diván, en el que
tenía la costumbre de descansar un poco después del almuerzo. De vez en cuando
lanzaba a la señora Murachkin una mirada llena de odio.
—¡Que el diablo te lleve! —pensaba—. ¿Qué culpa tengo yo de
que hayas escrito un drama estúpido? ¡Qué cuaderno, Dios mío! ¡No se acaba
nunca!
Miró el retrato de su mujer, colgado en la pared, y recordó
que aquélla le había encargado que comprase y llevara a la casa de campo cinco
metros de cinta, una libra de queso y unos polvos para los dientes.
—¿Dónde he puesto yo la muestra de la cinta? —pensaba—. Creo
que está en el bolsillo de la chaqueta… Con tal que no se pierda… Las malditas
moscas han manchado el retrato. Le tendré que decir a Olga que lo limpie… Esta
endemoniada está leyendo ya la escena octava; el primer acto está,
probablemente, tocando a su fin… Pobre señora, está muy gruesa para tener
inspiración. Qué idea más graciosa la de meterse a escribir dramas! Más valía
que hiciera medias o que cuidase a las gallinas…
—¿No le parece a usted este monólogo demasiado largo?
—preguntó de pronto la señora Murachkin, levantando los ojos del cuaderno.
Él no había oído palabra de dicho monólogo, y ante la
pregunta inesperada manifestó gran confusión.
—¡Nada de eso! Al contrario, me gusta mucho.
La señora Murachkin puso una cara gozosísima, radiante de
dicha, y continuó leyendo:
«Ana. Te entregas con exceso al análisis psicológico.
Olvidas demasiado el corazón y atribuyes a la razón excesiva importancia.
Valentín. ¿Y qué es el corazón? Es un concepto anatómico, un término
convencional, sin sentido alguno para mí. Ana (Turbada.) ¿Y el amor? ¿Dirás
también acaso que no es sino el producto de la asociación de ideas?… Valentín
(Con amargura.) ¡No abramos las viejas heridas! (Una pausa.) ¿En qué piensas?.
Ana. Sospecho que no eres feliz.»
Durante la lectura de la escena diez y seis, Pavel Vasilich
bostezó de un modo en absoluto inesperado, y él mismo se asustó de su poca
galantería. Para disimularla se apresuró a dar a su rostro la expresión de un
hombre que escucha con gran interés.
—La escena diez y siete —se dijo— y el primer acto aún no se
ha acabado. ¡Dios mío! Si esto se prolonga diez minutos más, no sé qué voy a
hacer… ¡Es insoportable!
Al fin la dramaturga leyó con voz triunfante:
«¡Telón!»
Pavel Vasilich lanzó un suspiro de alivio y se dispuso a
levantarse; pero la señora Murachkin volvió la página y, sin haberle dado
tiempo para respirar, continuó leyendo:
«Acto segundo. La escena representa una calle de la aldea. A
la derecha, la escuela; a la izquierda, el hospital. En la escalinata del
hospital están sentadas unas campesinas.»
—¡Perdóneme! —interrumpió Pavel Vasilich—. ¿Cuántos actos
son?
—¡Cinco! —respondió rápida la señora Murachkin; y, como si
temiera que echase a correr, continuó a toda prisa:
«En la ventana de la escuela se encuentra Valentín. En el
fondo se ve a los campesinos salir y entrar en la taberna.»
Como un condenado a muerte que hubiera perdido toda
esperanza de ser indultado, Pavel Vasilich no se hizo ya ilusiones, y se
resignó. Sólo se preocupó de tener los ojos abiertos y de conservar en el
rostro una expresión atenta. El momento dichoso de su porvenir en que aquella
señora acabase la lectura del drama y se fuera le parecía muy lejano.
—Rim, run, run… run, run, run —zumbaba sin tregua en su oído
la voz de la señora Murachkin.
—Se me había olvidado tomar bicarbonato —pensaba—. Tengo que
cuidarme el estómago… Antes de marcharme iré a ver a Smírrov… ¡Calla, un
pajarito se ha parado en la ventana! Debe de ser un gorrión.
Sus párpados parecían de plomo, y hacía esfuerzos
sobrehumanos para no dormirse. Bostezó y miró a la señora, que tomó ante sus
ojos soñolientos formas fantásticas; comenzó a oscilar, y se convirtió en un
ser tricéfalo, que llegaba al techo. La señora leía:
«Valentín. No, permíteme que me vaya. Ana Asustada ¿Por qué?
Valentín (Aparte.) ¡Se ha puesto pálida! (A ella.) No, no me obligues a que te
diga las verdaderas razones. ¡Prefiero morir a decírtelas! Ana (Tras una corta
pausa.) ¡No, no puedes partir!… »
La señora Murachkin empezó a inflarse, a inflarse. No tardó
en parecerle a Pavel Vasilich una enorme montaña que llenaba toda la estancia;
luego, súbitamente, se hizo muy pequeñita cómo una botella, y desapareció
después con la mesa que había ante ella. Pero siguió leyendo:
«Valentín (Sosteniendo en sus brazos a Ana.) ¡Tú me has
resucitado! ¡Tú me has enseñado el sentido de la vida! ¡Has sido para mi alma
seca como una lluvia bienhechora! Pero, ¡ay!, es demasiado tarde. Soy una
víctima de una enfermedad incurable.»
Pavel Vasilich se estremeció y fijó una mirada vaga,
estúpida, en la señora Murachkin. Durante un minuto la miró así, sin comprender
nada, perdido en absoluto el sentido de la realidad.
«Escena undécima. Los mismos; después, el barón y el oficial
de policía. Valentín. ¡Deténganme! Ana ¡Y a mí también, le pertenezco! La amo
más que a mi vida. El barón Ana Sergeyevna, olvidas el daño que tu conducta
causará a tu noble padre… »
La señora Murachkin empezó nuevamente a inflarse, se hizo
grande como una montaña, llenó toda la estancia. Entonces Pavel Vasilich,
dirigiendo en torno suyo miradas salvajes, lanzó un alarido de terror, tomó de
la mesa un pesado pisapapeles, y con todas sus fuerzas lo descargó sobre la
cabeza de la señora Murachkin.
—¡Deténganme, la he matado! —dijo momentos después, cuando
acudió la servidumbre.
El jurado dictó un veredicto de inculpabilidad.