¿Quién pudo hacer eso?



En el año 1550; el oro venía del Perú en galeones muy bien custodiados y, con ellos también llegaban los propietarios.
Uno de ellos era rico, y con el oro pensaba que podía comprarlo todo: incluyendo el amor. Se hizo largo el viaje hasta la Villa y Corte, pues recordaba que su amigo el médico del rey quedó tutor de una niña hermosa que ahora estaría por los 20 años y soñaba contagiarse de su juventud contrayendo matrimonio con ella.
Una vez que todo estaba listo para la ceremonia, el viejo médico llevó a la joven al palacio real. Don Felipe II siempre le había mostrado afecto y en esta ocasión le ofreció como regalo nupcial las trece monedas de oro que habían de servir de arras.
El casamiento se celebró a lo grande. El anciano esposo había regalado a la joven desposada un traje blanco, bordado con perlas. De encaje de Bruselas era el manto, que le llegaba hasta su borde, y ocultaba su cara y sus ojos enrojecidos por el llanto.
Después, vino el banquete, en el que los invitados, obsequiados hasta la saciedad, se tambaleaban embriagados. Cayó la tarde; los criados encendieron las luces. La novia se había retirado a sus habitaciones, lejos del bullicio. Y en medio de la noche, cuando el anciano, pensando en su felicidad, comprada con oro, y a costa de las lágrimas de una obediente muchacha, fue a buscarla, pero no la encontró.
Alarmado, gritó a los sirvientes quienes recorrieron la casa, registraron los rincones, repasaron los salones del banquete,  y  finalmente bajaron a los sótanos.  Allí, en el suelo húmedo, en un aire mohoso, pesado e irrespirable, la encontraron acostada. El velo de encaje aún temblaba en su frente, el traje de perlas estaba teñido de rojo. Acercaron los candiles; entre sus manos sostenía el pañuelo bordado, trece monedas de oro a sus pies y un puñal florentino incrustado con gemas de colores, clavado en su corazón.
Horrorizados se retiraron en silencio el amo y los servidores. ¿Quién pudo cometer aquello?, aún queda en pie el enigma, sólo se sabe que el anciano a partir de entonces y hasta el final de sus días todo el oro que tocaba quedaba manchado de sangre, y que por los sótanos de la casa se oyen gemidos, y dicen que alguien ha visto pasear, en las altas horas de la noche, a una dulce joven, envuelta en velos, haciendo tintinear en sus manos las trece monedas de oro que vendieron su juventud e inocencia.

Leyenda española