El hombre se detuvo frente a la vidriera, pero su atención
no fue atraída por el alegre maniquí sino por su propio aspecto reflejado en
los cristales. Se ajustó la corbata, se acomodó el gacho. De pronto vio la
imagen de la mujer junto a la suya.
-Hola, Matilde -dijo y se dio vuelta.
La mujer sonrió y le tendió la mano.
-No sabía que los hombres fueran tan presumidos.
Él se rió, mostrando los dientes.
-Pero a esta hora -dijo ella- usted tendría que estar
trabajando.
-Tendría. Pero salí en comisión.
Él le dedicó una insistente mirada de reconocimiento, de
puesta al día.
-Además -dijo- estaba casi seguro de que usted pasaría por
aquí.
-Me encontró por casualidad. Yo no hago más este camino.
Ahora suelo bajarme en Convención.
Se alejaron de la vidriera y caminaron juntos. Al llegar a
la esquina, esperaron la luz verde. Después cruzaron.
-¿Dispone de un rato? -preguntó él.
-Sí.
-¿Le pido entonces que almuerce conmigo? ¿O también esta vez
se va a negar?
-Pídamelo. Claro que... no sé si está bien.
Él no contestó. Tomaron por Colonia y se detuvieron frente a
un restorán. Ella examinó la lista, con más atención de la que merecía.
-Aquí se come bien -dijo él.
Entraron. En el fondo había una mesa libre. Él la ayudó a
quitarse el abrigo.
Después de examinarlos durante unos minutos, el mozo se
acercó. Pidieron jamón cocido y que marcharan dos churrascos. Con papas fritas.
-¿Qué quiso decir con que no sabe si está bien?
-Pavadas. Eso de que es casado y qué sé yo.
-Ah.
Ella puso manteca sobre la mitad de un pancito marsellés. En
la mano derecha tenía una mancha de tinta.
-Nunca hemos conversado francamente -dijo-. Usted y yo.
-Nunca. Es tan difícil. Sin embargo, nos hemos dicho muchas
veces las mismas cosas.
-¿No le parece que sería el momento de hablar de otras? ¿O
de las mismas, pero sin engañarnos?
Pasó una mujer hacia el fondo y saludó. Él se mordió los
labios.
-¿Amiga de su mujer? -preguntó ella.
-Sí.
-Me gustaría que lo rezongaran.
Él eligió una galleta y la partió, con el puño cerrado.
-Quisiera conocerla -dijo ella.
-¿A quién? ¿A esa que pasó?
-No. A su mujer.
Él sonrió. Por primera vez, los músculos de la cara se le
aflojaron.
-Amanda es buena. No tan linda como usted, claro.
-No sea hipócrita. Yo sé cómo soy.
-Yo también sé cómo es.
Él mozo trajo el jamón. Miró a ambos inquisidoramente y
acarició la servilleta. «Gracias», dijo él, y el mozo se alejó.
-¿Cómo es estar casado? -preguntó ella.
Él tosió sin ganas, pero no dijo nada. Entonces ella se miró
las manos.
-Debía haberme lavado. Mire qué mugre...
La mano de él se movió sobre el mantel hasta posarse sobre
la mancha.
-Ya no se ve más.
Ella se dedicó a mirar el plato y él entonces retiró la
mano.
-Siempre pensé que con usted me sentiría cómoda -dijo la
mujer-, que podría hablar sencillamente, sin darle una imagen falsa, una
especie de foto retocada.
-Y a otras personas, ¿les da esa imagen falsa?
-Supongo que sí.
-Bueno, esto me favorece, ¿verdad?
-Supongo que sí.
Él se quedó con el tenedor a medio camino. Luego mordió el
trocito de jamón.
-Prefiero la foto sin retoques.
-¿Para qué?
-Dice «¿para qué?» como si sólo dijera «¿por qué?», con el
mismo tonito de inocencia.
Ella no dijo nada.
-Bueno, para verla -agregó él-. Con esos retoques ya no
sería usted.
-¿Y eso importa?
-Puede importar.
El mozo llevó los platos, demorándose. El pidió agua
mineral. «¿Con limón?» «Bueno, con limón.»
-La quiere, ¿eh? -preguntó ella. -¿A Amanda?
-Sí.
-Naturalmente. Son nueve años.
-No sea vulgar. ¿Qué tienen que ver los años?
-Bueno, parece que usted también cree que los años
convierten el amor en costumbre.
-¿Y no es así?
-Es. Pero no significa un punto en contra, como usted piensa.
Ella se sirvió agua mineral. Después le sirvió a él.
-¿Qué sabe usted de lo que yo pienso? Los hombres siempre se
creen psicólogos, siempre están descubriendo complejos.
Él sonrió sobre el pan con manteca.
-No es un punto en contra -dijo- porque el hábito también
tiene su fuerza. Es muy importante para un hombre que la mujer le planche las
camisas como a él le gustan, o no le eche al arroz más sal de la que conviene,
o no se ponga guaranga a media noche, justamente cuando uno la precisa.
Ella se pasó la servilleta por los labios que tenía limpios.
-En cambio a usted le gusta ponerse guarango al mediodía.
Él optó por reírse. El mozo se acercó con los churrascos,
recomendó que hicieran un tajito en la carne a ver si estaba cruda, hizo un
comentario sobre las papas fritas y se retiró con una mueca que hacía quince
años había sido sonrisa.
-Vamos, no se enoje -dijo él-. Quise explicarle que el
hábito vale por sí mismo, pero también influye en la conciencia.
-¿Nada menos?
-Fíjese un poco. Si uno no es un idiota, se da cuenta de que
la costumbre conyugal lava de a poco el interés.
-¡Oh!
-Que uno va tomando las cosas con cierta desaprensión, que
la novedad desaparece, en fin, que el amor se va encasillando cada vez más en
fechas, en gestos, en horarios.
-¿Y eso está mal?
-Realmente, no lo sé.
-¿Cómo? ¿Y la famosa conciencia?
-Ah, sí. A eso iba. Lo que pasa es que usted me mira y me
distrae.
-Bueno, le prometo mirar las papas fritas.
-Quería decir que, en el fondo, uno tiene noticias de esa
mecanización, de ese automatismo. Uno sabe que una mujer como usted, una mujer
que es otra vez lo nuevo, tiene sobre la esposa una ventaja en cierto modo
desleal.
Ella dejó de comer y depositó cuidadosamente los cubiertos
sobre el plato.
-No me interprete mal -dijo él-. La esposa es algo conocido,
rigurosamente conocido. No hay aventura, ¿entiende? Otra mujer..
-Yo, por ejemplo.
-Otra mujer, aunque más adelante esté condenada a caer en el
hábito, tiene por ahora la ventaja de la novedad. Uno vuelve a esperar con
ansia cierta hora del día, cierta puerta que se abre, cierto ómnibus que llega,
cierto almuerzo en el Centro. Bah, uno vuelve a sentirse joven, y eso, de vez
en cuando, es necesario.
-¿Y la conciencia?
-La conciencia aparece el día menos pensado, cuando uno va a
abrir la puerta de calle o cuando se está afeitando y se mira distraídamente en
el espejo. No sé si me entiende. Primero se tiene una idea de cómo será la
felicidad, pero después se van aceptando correcciones a esa idea, y sólo cuando
ha hecho todas las correcciones posibles, uno se da cuenta de que se ha estado
haciendo trampas.
«¿Algún postrecito?», preguntó el mozo, misteriosamente
aparecido sobre la cabeza de la mujer. «Dos natillas a la española», dijo ella.
Él no protestó. Esperó que el mozo se alejara, para seguir hablando.
-Es igual a esos tipos que hacen solitarios y se estafan a
sí mismos.
-Esa misma comparación me la hizo el verano pasado, en La
Floresta. Pero entonces la aplicaba a otra cosa.
Ella abrió la cartera, sacó el espejito y se arregló el
pelo.
-¿Quiere que le diga qué impresión me causa su discurso?
-Bueno.
-Me parece un poco ridículo, ¿sabe?
-Es ridículo. De eso estoy seguro.
-Mire, no sería ridículo si usted se lo dijera a sí mismo.
Pero no olvide que me lo está diciendo a mí.
El mozo depositó sobre la mesa las natillas a la española.
Él pidió la cuenta con un gesto.
-Mire, Matilde -dijo-. Vamos a no andar con rodeos. Usted sabe
que me gusta mucho.
-¿Qué es esto? ¿Una declaración? ¿Un armisticio?
-Usted siempre lo supo, desde el comienzo.
-Está bien, pero, ¿qué es lo que supe?
-Que está en condiciones de conseguirlo todo.
-Ah sí... ¿y quién es todo? ¿Usted?
Él se encogió de hombros, movió los labios pero no dijo
nada, después resopló más que suspiró, y agitó un billete con la mano
izquierda.
El mozo se acercó con la cuenta y fue dejando el vuelto
sobre el platillo, sin perderse ni un gesto, sin descuidar ni una sola mirada.
Recogió la propina, dijo «gracias» y se alejó caminando hacia atrás.
-Estoy seguro de que usted no lo va a hacer -dijo él-, pero
si ahora me dijera «venga», yo sé que iría. Usted no lo va a hacer, porque
lógicamente no quiere cargar con el peso muerto de mi conciencia, y además,
porque si lo hiciera no sería lo que yo pienso que es.
Ella fue moviendo la mano manchada hasta posarla
tranquilamente sobre la de él. Lo miró fijo, como si quisiera traspasarlo.
-No se preocupe -dijo, después de un silencio, y retiró la
mano-. Por lo visto usted lo sabe todo.
Se puso de pie y él la ayudó a ponerse el abrigo. Cuando
salían, el mozo hizo una ceremoniosa inclinación de cabeza. Él la acompañó
hasta la esquina. Durante un rato estuvieron callados. Pero antes de subir al
ómnibus, ella sonrió con los labios apretados, y dijo: «Gracias por la comida.
» Después se fue.
FIN